18/8/25

MODO “Poderoso caballero es don Dinero”

 Recordando la letrilla de Quevedo, el dinero sigue siendo el amo de todas las cosas, aunque hoy viste de algoritmo, fondo buitre y lobby corporativo.  Como expresó Zohran Mamdani, el joven de 33 años que el pasado 24 de junio arrasara en las primarias demócratas por la alcaldía de Nueva York, creo que no deberíamos tener multimillonarios.

Son muchos los ciudadanos que no quieren entender que nuestra sociedad está marcada por una injusticia estructural: la división de sus miembros en dos clases desiguales y antagónicas. Por un lado, los capitalistas, que controlan los medios de producción, las finanzas y los grandes mercados, y utilizan ese control para acumular riqueza y poder. Por otro, la clase trabajadora, que solo posee su capacidad de trabajo y vive subordinada a las reglas impuestas por los intereses de una minoría privilegiada.

Ese rechazo a reconocerse como parte de la clase trabajadora está generando una mayor opresión en ámbitos como el laboral, la exclusión social, la concentración del poder mediático en unas pocas manos o el deterioro de la democracia. El desequilibrio es tal que los poderosos de turno han blindado sus posiciones, moldeando leyes, mercados e instituciones en beneficio propio y consolidando un modelo económico que normaliza la desigualdad extrema. Me viene a la mente el caso Montoro como muestra de esta tara hispana, junto a otros ejemplos como Elon Musk, Jeff Bezos o Mark Zuckerberg en EE. UU., quienes se han beneficiado de lo público para fortalecer sus fortunas.

Ante este escenario, diríase que la necesidad, la razón y la justicia exigen superar tanto la desigualdad como el antagonismo de clases, mediante una transformación profunda del orden social que permite y legitima la acumulación desmedida de riqueza y poder en pocas manos.

Tal es el “desclasismo” que hasta los más militantes de la idea —donde prima la política electoral y no tanto la política con mayúsculas— ponen cara de extrañeza cuando se les recuerda que el PSOE tiene por aspiración la completa emancipación de la clase trabajadora, entendida como la abolición de todas las formas de explotación y opresión, y la construcción de una sociedad de trabajadores libres, iguales, solidarios y responsables de su destino común.

Esta flagrante contradicción —me refiero al no querer o saber que formas parte de la clase oprimida— es lo que permite que calen discursos según los cuales, gracias a los millonarios, vivimos mejor. Error de bulto: estos poderosos no son el resultado de un mérito excepcional, sino de un sistema que socializa los riesgos y privatiza los beneficios, pues sus fortunas dependen de infraestructuras financiadas colectivamente —carreteras, puertos, sistemas legales, educación pública, investigación científica— y del trabajo de millones de personas invisibilizadas.

En este mundo tan desigual, donde la economía se ha globalizado —pero no así los derechos humanos—, vemos cómo coexisten fórmulas de gobierno tan dispares como las generadas en la Unión Europea, EE. UU. o los BRICS, pero en ninguna de ellas se han reducido las grandes fortunas; es más, todo apunta a una mayor concentración. De ahí que sea necesario clamar, como europeos, en favor del aseguramiento de una democracia social, frente a la iliberal que cuestione las bases de un modelo que permite la existencia de multimillonarios como símbolos de un sistema fallido.

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