Son muchos los ciudadanos que no quieren entender que
nuestra sociedad está marcada por una injusticia estructural: la división de
sus miembros en dos clases desiguales y antagónicas. Por un lado, los
capitalistas, que controlan los medios de producción, las finanzas y los
grandes mercados, y utilizan ese control para acumular riqueza y poder. Por
otro, la clase trabajadora, que solo posee su capacidad de trabajo y vive
subordinada a las reglas impuestas por los intereses de una minoría
privilegiada.
Ese rechazo a reconocerse como parte de la clase
trabajadora está generando una mayor opresión en ámbitos como el laboral, la
exclusión social, la concentración del poder mediático en unas pocas manos o el
deterioro de la democracia. El desequilibrio es tal que los poderosos de turno
han blindado sus posiciones, moldeando leyes, mercados e instituciones en
beneficio propio y consolidando un modelo económico que normaliza la
desigualdad extrema. Me viene a la mente el caso Montoro como muestra de esta
tara hispana, junto a otros ejemplos como Elon Musk, Jeff Bezos o Mark
Zuckerberg en EE. UU., quienes se han beneficiado de lo público para fortalecer
sus fortunas.
Ante este escenario, diríase que la necesidad, la
razón y la justicia exigen superar tanto la desigualdad como el antagonismo de
clases, mediante una transformación profunda del orden social que permite y
legitima la acumulación desmedida de riqueza y poder en pocas manos.
Tal es el “desclasismo” que hasta los más militantes
de la idea —donde prima la política electoral y no tanto la política con
mayúsculas— ponen cara de extrañeza cuando se les recuerda que el PSOE tiene
por aspiración la completa emancipación de la clase trabajadora, entendida como
la abolición de todas las formas de explotación y opresión, y la construcción
de una sociedad de trabajadores libres, iguales, solidarios y responsables de
su destino común.
Esta flagrante contradicción —me refiero al no querer
o saber que formas parte de la clase oprimida— es lo que permite que calen
discursos según los cuales, gracias a los millonarios, vivimos mejor. Error de
bulto: estos poderosos no son el resultado de un mérito excepcional, sino de un
sistema que socializa los riesgos y privatiza los beneficios, pues sus fortunas
dependen de infraestructuras financiadas colectivamente —carreteras, puertos,
sistemas legales, educación pública, investigación científica— y del trabajo de
millones de personas invisibilizadas.
En este mundo tan desigual, donde la economía se ha
globalizado —pero no así los derechos humanos—, vemos cómo coexisten fórmulas
de gobierno tan dispares como las generadas en la Unión Europea, EE. UU. o los
BRICS, pero en ninguna de ellas se han reducido las grandes fortunas; es más,
todo apunta a una mayor concentración. De ahí que sea necesario clamar, como
europeos, en favor del aseguramiento de una democracia social, frente a la
iliberal que cuestione las bases de un modelo que permite la existencia de
multimillonarios como símbolos de un sistema fallido.
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