Posiblemente muchos espectadores
compartan la misma visión de lo que se transmite una jornada tras otra: gentes
que salen a la carretera o a la calle de su pueblo o ciudad para animar y
formar parte del decorado deportivo del momento.
Desde mi cómoda butaca, como les
decía, no dejo de admirar a toda esa gente que prefirió renunciar a la siesta
mientras escucha la tenue voz de los experimentados comentaristas, capaces de
darle, etapa tras etapa, una épica vibrante a la retransmisión.
Pero este año la Vuelta tuvo algo
que la del año pasado no tenía. Se ha transformado en un espacio desde el que
se denuncia el genocidio del pueblo gazatí. Puedo asegurar —y creo no
equivocarme— que los ciudadanos anónimos que portan miles de banderas
palestinas, y ninguna de Israel, lo hacen por solidaridad. Por defender los
Derechos Humanos. Por algo será.
Por supuesto, en Gaza, por mucho
que se empeñen los Trump, Blair o Netanyahu, espero no se lleve adelante una
“Riviera de Oriente Próximo” según ha denunciado el prestigioso periódico The Washington Post y en todo caso la
“reconstrucción” que sea fruto del empeño palestino y no de los “Fondos buitres
de inversión”. Eso espero y deseo.
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