Una pregunta más a hacer a Gonzalo Capellán presidente de la
región de La Rioja. La muerte a tiros de Charlie Kirk, referente mediático de
la ultraderecha estadounidense, debería ser un hecho suficiente para una
condena unánime y sin matices: ningún asesinato motivado por razones políticas
puede justificarse. Sin embargo, lejos de contribuir a la calma, Donald Trump
ha reaccionado acusando de inmediato a la “izquierda radical”, sin pruebas y
con un discurso que sólo añade gasolina a la polarización en un país ya al
borde del colapso democrático.
Ese reflejo que se fundamenta en los 11 principios del nazi Joseph
Goebbels —convertir una tragedia en munición partidista— no es nuevo en Trump.
Forma parte de su manera de hacer política: construir un relato de persecución,
señalar enemigos internos y alimentar la sensación de que la violencia es
inevitable. Lo grave es que ese patrón empieza a encontrar eco más allá de
Estados Unidos.
En España, Miguel Tellado, secretario general del PP, ha
verbalizado una pregunta que parece inocente pero es profundamente tóxica:
“¿Qué pasaría en España si una persona de ultraderecha asesinara a tiros a un
activista de izquierdas?”. Una reflexión que no podemos compartir como
demócratas y socialistas, porque desplaza el foco de lo ocurrido y lo utiliza
como espejo deformado en la arena política nacional.
La violencia política no admite comparaciones ni juegos
retóricos. Cada vez que se plantea la cuestión en términos de “qué pasaría si…”
se está trivializando el hecho real, se insinúa un doble rasero y se coloca el
debate en un terreno de equidistancias morales inaceptables. Un asesinato
político no es un recurso argumental: es una fractura social que debería ser
condenada sin reservas.
El caso de Jair Bolsonaro en Brasil —condenado a décadas de
prisión por sus maniobras contra la democracia— recuerda que la justicia puede
y debe actuar contra quienes socavan las instituciones. Pero lo urgente hoy,
frente a lo sucedido en Estados Unidos y las declaraciones en España, es frenar
la tentación de usar la violencia como ariete político. Porque cuando la
violencia se convierte en un arma dialéctica, termina por normalizarse en la
realidad.
La democracia no se defiende con preguntas tramposas ni con
acusaciones sin pruebas: se defiende con coherencia, con respeto a los hechos y
con una condena rotunda a toda violencia, venga de donde venga.